domingo, 7 de agosto de 2011

El período neo-batllista por Carlos Real de Azúa

El período neo-batllista


* Real de Azúa, Carlos,


“Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora?”, EBO-CIESU, 1984,
págs. 60-65



Llama la atención a nuestra altura histórica que si tantas y tan sustanciales fueron las identidades entre la experiencia uruguaya del neo-batllismo, la argentina del peronismo y la etapa brasileña Vargas-Kubitschek-Goulart, sea tan “a posteriori” que esta afinidad se subraya. Aquí, debe suponerse, es el mismo carácter amortiguado del fenómeno el que tiene que ver con esta falta de ostensibilidad, de saliencia, con esta –dígase– baja tensiónde su modo de incidir. Y el mismo término: “neo-batllismo”, con que se le suele distinguir representa, de seguro, el más claro fundamento de esa tibieza, de esa flojedad. Debe admitirse, claro está, que el mero uso del rótulo no descartaría por sí mismo la originalidad del fenómeno ni tampoco lo haría el diagnóstico tardío sobre su verdadera naturaleza: al fin y al cabo peronismo y varguismo fueron prácticas previas a su inscripción en una categoría –la “populista”– que había portado en Rusia y en los Estados Unidos acepción bastante diferente .
Sin embargo –y de alguna manera– una convicción generalizada de que el país había reanudado hacia 1948 una tradición política cortada quince años antes y que esta tradición era consustancial con el país mismo, sus posibilidades y sus exigencias, era algo más que un mero espejismo, una falsa representación fomentada –si otras apariencias no lucieran– por el apellido del líder y por el lema del partido gobernante. Si se comparan las líneas políticas a ambos lados del Plata es posible advertir, para comenzar, una mayor flexibilidad del sistema jurídico e institucional uruguayo para ajustarse a las nuevas exigencias. No en balde tenía el Uruguay una constitución aprobada en 1942 y aún tendría otra en 1952 (esta ultima de sesgo “antipersonalista”) y ambas mucho más ajustadas a una política de asignación de bienes a las masas que el obsoleto texto argentino de 1853 y las limitaciones de las autonomías provinciales con que el peronismo tuvo que iniciar su trayectoria.
Pero las franquías diferentes que para una política populista y modernizadora podían representar en los dos países los respectivos textos fundamentales significan relativamente poco sobre el fondo más amplio de una fluidez para el cambio involucrada en el Uruguay por una tradición que ya era una “tradición para el cambio”. Si esto es así, tampoco puede rebajarse la importancia que adquirió la incidencia del sistema bipartidario. La legislación electoral, como se decía, tendía a esclerosarlo y a quitarle capacidad de respuesta para coherencia. Debe observarse aun que esta aptitud para canalizar nuevos reclamos tuvo su cara opuesta en un algo más negativo: una corriente político-social nueva que es entubada por vías preexistentes pierde siempre mucho de su energía original al ser tramitada, aun dócilmente, por un aparato institucional demasiado viejo.
Si la tradicional aptitud receptiva del sistema político para nuevos significados queda así apuntada, procede también marcar esa otra constante del desarrollo uruguayo que representó la menor preeminencia comparativa de una clase superior y dominante a planos económico, político, social y cultural. Es posible que esa situación haya sido la razón bastante segura de que en este populismo uruguayo lucieran con una debilidad cercana a la invisibilidad esas consignas igualitarias y antioligárquicas que tanta estridencia cobraron y aun tanta trascendencia tuvieran en el proceso argentino posterior a 1946.
Pero si seguimos mirando a la estructura social se hace relevante asimismo la sustancial ausencia de esos sectores marginados de modo total, tanto en términos espaciales como socio-culturales, que caracterizaron los puntos de partida argentino y brasileño y cuya primera movilización política tanto impacto ejerció (53). Si se le coloca simétricamente con el registrado antes es fácil advertir que los dos polos de explosividad del sistema –el superior, el inferior– quedaban de esta manera singularmente embotados. La síntesis posible es, entonces, que con escaso desplazamiento del eje del poder social y casi ninguna amenaza de promoverlo –aun con escasísima perspectiva de una irrupción que viniera de los niveles bajos según el temor de la clase alta fuera capaz de inferirlo– el populismo neo-batllista – que aun con tantas restas lo fue consistió a nivel social en un simple desplazamiento de acento. Digamos: un desplazamiento del acento redistributista hacia los sectores menos favorecidos aunque siempre dentro de una coalición de clases y grupos que no sufrió ninguna radical transformación.
También el neobatllismo experimentó la misma dificultad y aun la misma reticencia en movilizar el coligante nacionalista que ya fue marcado en el batllismo original y en la etapa de democracia radical de las primeras décadas del siglo (54)). Las variables “dimensión” y “consistencia” nacionales entran igualmente en juego aquí y muchas razones militan para que en el país no se haya dudo con hondura de pasión colectiva nada parecido al nacionalismo de entonación “ufanista” que han conocido o conocen Argentina, Chile, Brasil o México.
Tampoco, sin embargo, debe olvidarse en este punto la cuestión decisiva del “quantum” de presencia foránea sobre todo en el área económica y en los fenómenos visibles de dependencia y mediatización de las decisiones nacionales en que pudiera manifestarse. Eneste plano ya había cambiado bastante la condición del país puesto que el Convenio Militar de Asistencia Recíproca con los Estados Unidos fue ratificado en 1953 y las nuevas corrientes de redependencia económica y financiera estaban en curso. Pero así como la reivindicación nacionalista tradicional fue articulada entre 1910 y 1930 a través del partido opositor, entonces, a partir de 1945 y 1950, las nuevas expresiones del nacionalismo y el antimperialismo que reforzaron la tenaz presencia de aquélla corrieron por vías sustancialmente separadas (intelectuales, universitarias) del proyecto político e ideológico que desde el poder se propiciaba. Es de creer que también esta simetría vale la pena de subrayarse, aunque sea para aceptar enseguida que queda abierto al debate si los fenómenos de la dependencia, la explotación económica, la mediatización de las decisiones en materia política interna o externa eran tan débiles como podría de lo anterior inferirse o, simplemente, se hacían todavía menos perceptibles de lo que después se hicieron o, cuando menos, parecían menos contradictorios al proyecto de país al que esa mayoría adhería.
Lo cierto es que la línea internacional de Luis Batlle y su partido permaneció fiel a la línea pro-occidental y pro-defensa hemisférica que se había implantado firmemente en el Uruguay en la década del cuarenta como verdadera pauta internacional. Sobre esta base, empero, el populismo uruguayo se unió, aunque moderadamente, a ciertas modulaciones argentinas y brasileñas de política exterior, algo que puede decirse, en especial, respecto a las metas concretas que éstas seguían. La afirmación “occidentalista” fue así aguada –y aun se podría decir condimentada– cuando ella apareció unida (como lo hizo el gobernante en ocasión de su viaje a los Estados Unidos y, crecientemente, en los últimos tiempos de su mando) a cáusticas observaciones sobre la calidad de la democracia que los Estados Unidos decían propiciar en Latinoamérica y a perentorios reclamos de apoyo a los planes de desarrollo económico e industrial que el Uruguay, entre otras naciones del hemisferio, comenzaba a concebir. Y mayor violencia adquirió aun su denuncia del sabotaje que los grandes consorcios internacionales de comercialización lanera hacían objeto a la exportación uruguaya de la fibra, cuando ésta empezó a presentarse, según lo hizo desde entonces, en estado semi o totalmente elaborado.
El componente nacionalista de esta peculiar experiencia populista fue, empero, aun con estos énfasis, comparativamente débiles. Es este un dictamen que, como resulta fácil advertirlo, se alinea en forma notoriamente coincidente con todos los anteriores, lo que también ocurre con aquél que merecen otros dos y complementarios elementos que nos faltan agregar para cerrar este balance.
Uno es relativamente menor y tiene que ver con la personalidad misma del líder, variable estratégica de indudable relevancia en el tejido de las coaliciones populistas. Político profesional de raza, brioso gallo de pelea parlamentaria y periodística, Luis Batlle Berres, pese a cierta módica aptitud de arrastre que sería aventurado calificar de “carismática”, estuvo siempre mucho más cerca del dirigente partidario de un sistema pluralista estable que del tipo lideral que pudieron representar en América Latina Getulio Vargas, Perón o aun
el general Carlos Ibáñez.
Pero muchas de las diferencias que pudieran anotarse entre estos y el dirigente uruguayo dimanaron en buena parte de la escuela y aun de la tradición en que fue formado. En este paso final de la presente reflexión, postulo simplemente que la muy consistente tradición liberal, radical y laica que el cuasi-populismo y su líder asimilaron no dejó de ejercer considerable influencia. Batlle “el joven”, personalmente, a través de una firme socialización ideológica familiar; su partido que, pese a considerables retoques se siguió diciendo fiel al viejo batllismo , cargaron a la postre contenidos que, pese a tantas diluciones, no fueron fácilmente convertibles a esos típicos compuestos doctrinales (“justicialismo”, “trabalhismo”) que sostuvieron a las políticas populistas. Póngase nada más que el caso de la enérgica orientación antifascista que desde los años treinta y por más de un cuarto de siglo se generalizó y ahondó en el país. Supongo que no exige dilatada demostración la de que no representó un componente fácil de integrar en esos pragmatismos oportunistas, muy nutridos empero de elementos religiosos, militares, nacionalistas y hasta telúricos con que las doctrinas populistas se presentaron en Latinoamérica a esa altura de su desarrollo nuevas fuerzas que ya estuvieran, por sí, cabalmente articuladas pero esto no significa que no pudiera seguir combinando una pétrea estabilidad en sus apariencias, tradiciones y llamado emocional con una alta elasticidad para recoger y agregar ciertos reclamos sociales, ello, incluso, de una manera mucho más indiscriminada de lo que reclamaría un mínimo de